En una pequeña capilla de la calle San Pedro, se encuentra Nuestro Padre, Jesús Nazareno.
El Viernes Santo, en silencio con devoción y presión en el pecho, lo suben a hombros sus santeros.
¡Viva Nuestro Padre! Grita el gentío; cuando el torralbo rompe el silencio, saetas y “quejíos” adornan la madrugada, mientras algunas mujeres sacan sus pañuelos para enjugar sus lagrimas.
Ya esta Nuestro Padre alumbrado y oliendo a incienso.
En la madrugada más amarga, más amarga por el dolor que lleva en su cuerpo, por calles abarrotadas va pasando el cortejo, todo el mundo quiere verlo. Al lado de Nuestro Padre va todo su pueblo.
Ese rostro doloroso, y a la vez tan sereno, con tu corona de espinas y con tu cansado esqueleto, azotado, llagado, empequeñecido, te lleva con el alma tu cuadrilla, no os paréis, no os paréis que nos ha de dar la bendición, la Plaza Nueva te espera llena de fervor.
En el Coso la multitud se estremece cuando levantas tu brazo y sobre nuestras cabezas lo extiendes.
Ya son casi las dos de la tarde, y para tu casa regresas, queda poco de tu estación de penitencia
¡Santeros! Vivid despacio el tiempo que lleváis a Nuestro Padre Jesús Nazareno, acercarlo a su pueblo. Pensad en las promesas y en los malos momentos de los corazones tristes que en Él han buscado consuelo. Id con el pesar de la cruz que carga sobre su cuerpo, enclenque y debilitado por tanto sufrimiento, sufrimiento vivido para salvar a su pueblo.
¡Viva Nuestro Padre Jesús Nazareno!
Lorena Rodríguez García