María Santísima de Araceli avanza como un galeón de fe por las calles de Lucena. El cortejo es perfectamente conocido de todos vosotros, con las representaciones de la ciudad, las insignias, las aracelitanas, los hermanos. Pero la verdadera dimensión del mismo no está en la presencia de quien participa en razón del cargo que ocupa, sino en los innumúmeros devotos que vela en mano marchan junto a las aceras iluminando a la que es Madre y Señora Nuestra. En estas filas anónimas están los mismos que tocaron los tambores para recibir a la Virgen a su llegada a Lucena, están los que dieron una moneda al hermano Banderas, son herederos de quienes sacaban la imagen en rogativas a favor de los campos y contra las enfermedades, son descendientes de los que gozaron de esas indulgencias, de las primeras bulas pontificias y de quienes lucharon por lograr su patronazgo sobre esta ciudad.
Cada mano que sujeta una vela en la procesión firmó ya en 1910 pidiendo la coronación canónica, aportó un donativo para la hechura del manto blanco y aplaudió en la Plaza Nueva cuando el cardenal Segura puso entre paraguas las coronas de oro en las benditas sienes de María Santísima y de su tierno Hijo. Estos fieles aracelitanos que dan cuerpo a la procesión son la verdadera médula de esta devoción que a lo largo de la historia se ha articulado en la Archicofradía, en la Obra Pía y en las hermandades fliliales que, como embajadas del aracelitanismo más auténtico, han divulgado por Madrid, Córdoba, Almería, Écija, Málaga o Sevilla, entre otras localidades, el auténtico tesoro de fe que encierra esta bendita advocación.
Juan José Jurado Jurado, Pregón de las Glorias de María Stma. de Araceli 2009.
Foto: Paseíllo-Juan Pérez